“La suerte es de quien la trabaja”
La posición que toma uno respecto de la suerte o fortuna, trasciende en lo general en la actitud de gravedad o ligereza con que marchamos por la vida. Así aquellos cuyas vidas se sienten iluminadas por la diosa “Fortuna”, arriesgan mas en todas las encrucijadas que se atraviesan en sus existencias, en tanto que aquellos otros desconfiados de su buena estrella, son mas cautos, temerosos y poco amigos de arriesgar. Aquellos individuos que confían totalmente en su suerte, son aventureros y arrojados, en tanto que los otros son timoratos y recelosos
Yo en lo personal, pertenezco al segundo grupo, aquellos que en su vida no se han ganado ni la rifa de una paleta y que por ende, no le tienen ni tantita confianza a todo aquello que se relacione con la buena fortuna, y ni por error se acercan a los casinos, gallos, carreras de caballos o cualesquier otro juego de azar. Y que por sistema rechazan que cualesquier asunto se someta al veredicto de la suerte o un volado, pues se saben de antemano irremisiblemente perdidos.
Pero no llega uno de gratis a ser escéptico de la suerte, sino más bien por una reiterada ausencia de los dones de la fortuna en nuestra vida, y no se puede gozar de ella, sin creer y sugestionarse por ser uno de sus muchos favoritos, porque siendo tan volátil y casquivana, no puede menor que ser inconstante e incapaz de mantener lealtad alguna. Un día te favorece y al siguiente te vuelve la espalda, dejándote a merced de la desesperación y la ruina. Y así los despegados de ella, no podemos pagarle mas que con la misma moneda de curso con que nos trata ella, con la mas glacial y total indiferencia. Pero los hay otros devotos y afortunados de ella, que hasta han entendido que gozar de sus favores, no es cuestión precisamente de suerte, sino de ciencia y han hecho de sus vidas, una constante búsqueda de los ajustes necesarios para tenerla la mayor parte del tiempo de su lado.
Creo que Gagustiano, redomado vaquetón de mi juventud, fue la primera persona que me puso en contacto con la noción de que la suerte no es tan solo una bendición de los dioses, un precioso gesto de la divinidad en favor de uno, al cual se accede de forma fortuita e inescrutable, sino también un beneficio que se puede buscar proactivamente y al cual hay que darle una ayudadita para permitirle con mayor facilidad regalarnos con sus preciados dones. La esencia del principio creo que la entendí intuitivamente y a continuación pretendo ejemplificarla por simples motivos de claridad.
Fue por allá a principios de los ochenta, a finales de abril en que la feria agrícola de Colotlán estaba ya a todo vapor y que como era natural en una familia extensa y de reducido peculio, mi asignación financiera para toda la feria ya había llegado casi a su fin y deambulaba entre los puestos, literalmente deslumbrado por las fuertes luces de las decenas de juegos mecánicos que giraban incansables con sus cuotas completas de niños, risas, jóvenes y gritos. Alegría y diversión que ya para ese momento se me antojaba ofensiva, ante la tristeza propia de la falta de centavos. Y parece hecho adrede esa morbosa relación que establece que cuanto menos traes, mas te antojan las cosas, principalmente la comida. Los inflados y dulces hot cakes, en que se desparramaba la mermelada, la cajeta y la lechera. El olor insufrible de los tacos, elotes, gorditas, algodones, fruta. Después de varias vueltas termine como siempre, frente a los carritos chocones, mi juego favorito. Estando allí fue una sorpresa encontrar a uno de mis hermanos menores impactándose con toda desaprensión contra todos los otros carritos en la pista. Máxime que para ese momento su mesada teóricamente ya no debería de alcanzar no para los tres ciclos de carritos que estaba yo presenciando, sino que ni siquiera para uno de ellos. Así que me quede allí mirándolo, a medias entre la envidia y el azoro.
Una vez que se bajo de su carrito y se hundió entre la multitud de la feria, le seguí sigiloso apercibiéndome de esa transformación que acusaban sus gestos, su mirada y esa actitud extrovertida, temeraria, como quien dice sintiéndose el nuevo dueño del mundo. No era el hermano habitual que sentaba a comer a mi lado, dormía en la cama de junto y hacia todas las travesuras y excentricidades del mundo. Este era un hermano diferente que termino acodado entre las decenas de apostadores del juego de la “Ruleta”, que como todos los domingos y todos los días de la feria, estaba ubicada en mitad de los Portales.
No era una novedad que uno o varios de nosotros termináramos jugándonos y perdiendo un veinte a la ruleta. Eso era cosa de casi cada semana. Lo insondable de los juegos de azar, atraía nuestra curiosidad infantil como la miel a la mosca, como el misterio de la multiplicación de los panes, esa increíble sensación de ganar 10 por cada uno que apostaba sobre los números, rojos, negros y verdes. Sin embargo esa noche había algo distinto, que no entendía, pero que tampoco correspondía a lo habitual de nuestras escapadas al juego de la ruleta, para perder un diez o un veinte de nuestro domingo. Y la muy esporádica sensación de ganar, de sentirse “escogido” de la fortuna.
Esa noche me quede allí expectante del girar de las pirinolas, como toda la numerosa clientela apretujada contra la mesa, mientras que del otro lado de ella, estaba todo el elenco completo de los de León, el abuelo de todos ellos con su aspecto campesino, su sombrero de palma, huaraches y esa fina capa de polvo y barro de la parcela que parecía acompañarle siempre. Don Rodolfo, alto, delgado como garrocha, el bigote negro bien recortado, su sombrero de taco y su camisa blanca arremangada, descansando todo su peso con sus dos manos sobre la mesa, mientras se llegaba el momento de que la pirinola detuviera su marcha, recojiera las apuestas, pagara a los afortunados y volviera a poner en marcha la siguiente ronda. Allí estaba desde luego Pompino, un Pompino delgado en camiseta, aun adolescente, de bigotes cantinflescos y mirada precoz, de quien se aviva ante la vida y ha aprendido a hacer trabajar la suerte en su favor. Y desde luego que también Amado, chaparro, casi enano, con manchas de jijiotes en la cara, pero parte integral de la distinguida comitiva de croupiers.
-Hagan sus apuestas.
-No va nadie más.
-derechitos, no se recarguen en la mesa.
Esas eran las tres frases que más se repetían allí junto con el cantado del número ganador.
Esa noche estuve mirando como giraba la suerte de los presentes y de reojo observando a mi hermano, que atento miraba el ir y venir de los números. Había pasado una media hora cuando finalmente mi carnal saco un peso, de aquellos de Morelos y lo coloco sobre el tapete en el numero cuatro. Pero solo después de que don Rodolfo había puesto en marcha la pirinola con tres vigorosos impulsos. Para mi sorpresa esta vino a detenerse precisamente en el numero cuatro. Le pagaron sus diez pesotes y después de algunos ciclos, coloco otro peso, ahora sobre el dos y se volvió a repetir la situación, solo que entonces cuando le pagaron sus siguientes diez pesos, don Rodolfo le dijo:
-Ya estuvo bueno, güero, ya váyase pa su casa.
Obediente junto sus ganancias la puso en el bolsillo y abandono la jugada, allí fue donde lo alcance yo.
-A ver explícame que paso allá atrás, dime como adivinaste los números, sino quieres que le diga a mi papa (nos tenia estrictamente prohibido acercarnos a la ruleta).
Abrió tamaños ojotes y no le que de de otro que explicarme el secreto de la ruleta.
Con mucha paciencia y capacidad de observación había llegado a entender que las pirinolas estaban cargadas, por eso tenían varias de ellas y las estaban cambiando constantemente y que dependiendo de la cantidad de impulsos que le daban a cada una de ellas, era el número que probablemente iba a caer. El aprendió el sistema por lo menos para un par de ellas y solo esperaba el momento que las ponía en juego para apostar y bueno a ellos no les quedaba otra que dejarlo jugar y ganar de vez en vez.
Esa noche de feria cenamos a placer y nos subimos a los juegos, a costillas de la suerte de mi hermano y de los de la ruleta.
Yo en lo personal, pertenezco al segundo grupo, aquellos que en su vida no se han ganado ni la rifa de una paleta y que por ende, no le tienen ni tantita confianza a todo aquello que se relacione con la buena fortuna, y ni por error se acercan a los casinos, gallos, carreras de caballos o cualesquier otro juego de azar. Y que por sistema rechazan que cualesquier asunto se someta al veredicto de la suerte o un volado, pues se saben de antemano irremisiblemente perdidos.
Pero no llega uno de gratis a ser escéptico de la suerte, sino más bien por una reiterada ausencia de los dones de la fortuna en nuestra vida, y no se puede gozar de ella, sin creer y sugestionarse por ser uno de sus muchos favoritos, porque siendo tan volátil y casquivana, no puede menor que ser inconstante e incapaz de mantener lealtad alguna. Un día te favorece y al siguiente te vuelve la espalda, dejándote a merced de la desesperación y la ruina. Y así los despegados de ella, no podemos pagarle mas que con la misma moneda de curso con que nos trata ella, con la mas glacial y total indiferencia. Pero los hay otros devotos y afortunados de ella, que hasta han entendido que gozar de sus favores, no es cuestión precisamente de suerte, sino de ciencia y han hecho de sus vidas, una constante búsqueda de los ajustes necesarios para tenerla la mayor parte del tiempo de su lado.
Creo que Gagustiano, redomado vaquetón de mi juventud, fue la primera persona que me puso en contacto con la noción de que la suerte no es tan solo una bendición de los dioses, un precioso gesto de la divinidad en favor de uno, al cual se accede de forma fortuita e inescrutable, sino también un beneficio que se puede buscar proactivamente y al cual hay que darle una ayudadita para permitirle con mayor facilidad regalarnos con sus preciados dones. La esencia del principio creo que la entendí intuitivamente y a continuación pretendo ejemplificarla por simples motivos de claridad.
Fue por allá a principios de los ochenta, a finales de abril en que la feria agrícola de Colotlán estaba ya a todo vapor y que como era natural en una familia extensa y de reducido peculio, mi asignación financiera para toda la feria ya había llegado casi a su fin y deambulaba entre los puestos, literalmente deslumbrado por las fuertes luces de las decenas de juegos mecánicos que giraban incansables con sus cuotas completas de niños, risas, jóvenes y gritos. Alegría y diversión que ya para ese momento se me antojaba ofensiva, ante la tristeza propia de la falta de centavos. Y parece hecho adrede esa morbosa relación que establece que cuanto menos traes, mas te antojan las cosas, principalmente la comida. Los inflados y dulces hot cakes, en que se desparramaba la mermelada, la cajeta y la lechera. El olor insufrible de los tacos, elotes, gorditas, algodones, fruta. Después de varias vueltas termine como siempre, frente a los carritos chocones, mi juego favorito. Estando allí fue una sorpresa encontrar a uno de mis hermanos menores impactándose con toda desaprensión contra todos los otros carritos en la pista. Máxime que para ese momento su mesada teóricamente ya no debería de alcanzar no para los tres ciclos de carritos que estaba yo presenciando, sino que ni siquiera para uno de ellos. Así que me quede allí mirándolo, a medias entre la envidia y el azoro.
Una vez que se bajo de su carrito y se hundió entre la multitud de la feria, le seguí sigiloso apercibiéndome de esa transformación que acusaban sus gestos, su mirada y esa actitud extrovertida, temeraria, como quien dice sintiéndose el nuevo dueño del mundo. No era el hermano habitual que sentaba a comer a mi lado, dormía en la cama de junto y hacia todas las travesuras y excentricidades del mundo. Este era un hermano diferente que termino acodado entre las decenas de apostadores del juego de la “Ruleta”, que como todos los domingos y todos los días de la feria, estaba ubicada en mitad de los Portales.
No era una novedad que uno o varios de nosotros termináramos jugándonos y perdiendo un veinte a la ruleta. Eso era cosa de casi cada semana. Lo insondable de los juegos de azar, atraía nuestra curiosidad infantil como la miel a la mosca, como el misterio de la multiplicación de los panes, esa increíble sensación de ganar 10 por cada uno que apostaba sobre los números, rojos, negros y verdes. Sin embargo esa noche había algo distinto, que no entendía, pero que tampoco correspondía a lo habitual de nuestras escapadas al juego de la ruleta, para perder un diez o un veinte de nuestro domingo. Y la muy esporádica sensación de ganar, de sentirse “escogido” de la fortuna.
Esa noche me quede allí expectante del girar de las pirinolas, como toda la numerosa clientela apretujada contra la mesa, mientras que del otro lado de ella, estaba todo el elenco completo de los de León, el abuelo de todos ellos con su aspecto campesino, su sombrero de palma, huaraches y esa fina capa de polvo y barro de la parcela que parecía acompañarle siempre. Don Rodolfo, alto, delgado como garrocha, el bigote negro bien recortado, su sombrero de taco y su camisa blanca arremangada, descansando todo su peso con sus dos manos sobre la mesa, mientras se llegaba el momento de que la pirinola detuviera su marcha, recojiera las apuestas, pagara a los afortunados y volviera a poner en marcha la siguiente ronda. Allí estaba desde luego Pompino, un Pompino delgado en camiseta, aun adolescente, de bigotes cantinflescos y mirada precoz, de quien se aviva ante la vida y ha aprendido a hacer trabajar la suerte en su favor. Y desde luego que también Amado, chaparro, casi enano, con manchas de jijiotes en la cara, pero parte integral de la distinguida comitiva de croupiers.
-Hagan sus apuestas.
-No va nadie más.
-derechitos, no se recarguen en la mesa.
Esas eran las tres frases que más se repetían allí junto con el cantado del número ganador.
Esa noche estuve mirando como giraba la suerte de los presentes y de reojo observando a mi hermano, que atento miraba el ir y venir de los números. Había pasado una media hora cuando finalmente mi carnal saco un peso, de aquellos de Morelos y lo coloco sobre el tapete en el numero cuatro. Pero solo después de que don Rodolfo había puesto en marcha la pirinola con tres vigorosos impulsos. Para mi sorpresa esta vino a detenerse precisamente en el numero cuatro. Le pagaron sus diez pesotes y después de algunos ciclos, coloco otro peso, ahora sobre el dos y se volvió a repetir la situación, solo que entonces cuando le pagaron sus siguientes diez pesos, don Rodolfo le dijo:
-Ya estuvo bueno, güero, ya váyase pa su casa.
Obediente junto sus ganancias la puso en el bolsillo y abandono la jugada, allí fue donde lo alcance yo.
-A ver explícame que paso allá atrás, dime como adivinaste los números, sino quieres que le diga a mi papa (nos tenia estrictamente prohibido acercarnos a la ruleta).
Abrió tamaños ojotes y no le que de de otro que explicarme el secreto de la ruleta.
Con mucha paciencia y capacidad de observación había llegado a entender que las pirinolas estaban cargadas, por eso tenían varias de ellas y las estaban cambiando constantemente y que dependiendo de la cantidad de impulsos que le daban a cada una de ellas, era el número que probablemente iba a caer. El aprendió el sistema por lo menos para un par de ellas y solo esperaba el momento que las ponía en juego para apostar y bueno a ellos no les quedaba otra que dejarlo jugar y ganar de vez en vez.
Esa noche de feria cenamos a placer y nos subimos a los juegos, a costillas de la suerte de mi hermano y de los de la ruleta.