Sunday, July 11, 2010

Retratos de familia...Mis abuelos







“…No fue casualidad que durante mi niñez me quebrara dos veces mi brazo, era una niña muy inquieta, muy chirriona en palabras de mi nana, me encantaba treparme a los árboles, subirme a la azotea, de donde me caí más de una vez, fue por ese entonces que vino a vivir con nosotros mi abuelita Rebeca, y se convirtió en una figura trascendental en nuestra vida, ella era una mujer muy dulce, atenta y servicial. Cada vez que mi madre me perseguía con la determinación de castigar alguna de mis travesuras, mi abuelita se convertía en mi tabla de salvación. Tras la muerte de su viejito don Guadalupe Villareal, ella estuvo un año en los Estados Unidos, con su hija mayor, la tía Chilo y después vino a vivir con nosotros a Colotlán. Allá en Santa María, quedo abandonada su hermosa casa, de cuatro corredores y centenares de plantas, la cual poco tiempo después vendió e inundaron con su menaje nuestra casa: delicados y olorosos muebles de maderas preciosas, decenas de valijas con su ropa personal y de cama. El cuarto más grande de la casa, se convirtió en el de los trebejos, y fue insuficiente para contener todo el mobiliario de la abuela y de paso se transformó en mi lugar favorito de la casa; portentoso paraíso que desafiaba mi curiosidad y mordisqueaba mis tiempos libres. La llegada de la abuela significó una sorprendente renovación del mobiliario de nuestro hogar. La cocina se adorno con un precioso comedor de ocho sillas, de pesada y olorosa caoba. Sillas, mecedoras, recamaras, chifonnieres, enorme reloj de pedestal, alcanforadas colchas bordadas, delicada vajilla y la cuchillería de plata, objetos todos que entraron a formar parte del uso diario de nuestro hogar y una familia que creció aceleradamente, en un santiamén dio cuenta de aquellos objetos reunidos, de pieza en pieza durante una vida de trabajo, tribulaciones, reposo y felicidad…”

Entre aquellos tesoros lo que más llamaron mi atención, además de los vestidos largos y pesados, herencia porfiriana, con los que gustaba jugar a engalanarme, fueron los tres pesados arcones repletos de libros que se hospedaron en un rincón de mi nuevo escondite secreto. Me sentaba sobre una mecedora averiada y allí pasaba mis tardes hojeando los pesados libros del abuelo, sobre todo aquellos que tenían delicadas ilustraciones; metafísica, medicina, historia, filosofía, literatura, derecho y algunas enciclopedias de duras cubiertas y rancio olor a viejo fueron algunos de los volúmenes concentrados allí, que exaltaron mi imaginación en mi niñez.

Mi abuelo Don Guadalupe Villareal había sido un ávido lector de libros, autodidacta y probablemente un poco controversial, algún pariente lejano había sido uno de los primeros anarquistas mexicanos durante el porfiriato, y el abuelo sin llegar a aquellos extremos se habría proclamado liberal y progresista. La revolución le llevo a ocupar la presidencial municipal de Santa María, por vez primera durante el gobierno de Obregón y un par de veces más en el Callismo, convirtiéndose en un importante factor de concertación entre los diferentes grupos políticos de la comunidad. Don Guadalupe fue un hombre honesto, sincero, justo, una suerte de hombre virtuoso de provincia, que era apreciado por la mayoría de sus coterráneos; buen amigo de la gente menuda y la gente de sociedad de Santa María de los Ángeles. Se caso con mi abuela Rebeca Márquez, perteneciente a una de las más linajudas familias de aquellos tiempos, cuyos orígenes de su familia se remontaban a los años del virreinato español; y cuando el obispo Cabañas realizó si primer visita pastoral en 1799, los Márquez ya figuraron en el informe parroquial de la época, al igual que los Villareal, como deudores de la cofradía de Nuestra Señora de los Dolores, que era la única compuesta por españoles y criollos, y que administraba dinero en efectivo, funcionando como banco de crédito para los agricultores de origen hispano que comenzaron la explotación de las ricas tierras de labranza y horticultura en la zona de Tlaltenango y en las fecundas labores de las huertas, vergeles que surtirían de frutas y legumbres la zona durante muchos años. Así don Luis Márquez adeudaba 200 pesos y don Martín Villareal 30.


El Porfiriato con todas sus desigualdades e injusticias, la explotación de campesinos y obreros y los cientos de pecados más de que se le acusa, ha sido una de las épocas doradas de nuestra región, por lo menos en lo que a cultura e ideas se refiere. Fue bajo las condiciones del porfiriato que se expandió la economía de la región y que permitió la formación de un número cada vez mayor de rancheros acomodados, quienes desde el virreinato habían sido relegados a vivir en la periferia de los pueblos de indios, y que a partir de la guerra de reforma, vinieron a asentarse en estos lugares, edificando sus casas y permitiendo que sus hijos asistieran a las escuelas públicas y privadas. La mejor fisonomía urbana de nuestras comunidades se logró en esta época, con el estilo porfiriano, casas de amplios corredores, dinteles, pórticos, ventanas y sobrios detalles en cantera para los vivos, y para los muertos hermosas tumbas talladas en cantera con profusión de detalles. Los principales templos de nuestras comunidades habían sido resultado de épocas precedentes y durante el porfiriato se enriquecieron sus interiores.

En comunidades como Jerez, Colotlán, Tlaltenango, Santa María, Huejucar y Monte Escobedo florecieron pequeñas aristocracias locales preocupadas por las artes, la literatura, la política y las normas sociales. Estos grupos privilegiados de cada comunidad, establecieron un contacto permanente de intercambio económico, cultural y social. Un número importante de alianzas matrimoniales favoreció que los lazos se estrecharan aún mayormente, al igual que las fortunas. La alianza matrimonial de don Guadalupe y doña Rebeca, no se acogió precisamente a la regla. La familia de los Villareal no eran precisamente ricos, vivían en la decorosa medianía, de las familias decentes e ilustradas, pero sin lujos. En cambio los Márquez, si hacían ostentación de riqueza y poder, tenían incontables propiedades rurales y urbanas, mucho ganado así como capital en oro y plata. El casco del rancho o hacienda, era amplio al estilo porfiriano, con grandes trojes para el grano, corrales de manejo de ganado, panadería y carnicería. En el Porfiriato llegaron a la cúspide de su poder y riqueza. Recordaba con mucho pesar mi abuelita Rebeca, que cuando en el rancho se supo que había estallado la revolución, uno de los criados, quizás resentido por los abusos y malos tratos, lo primero que hizo fue y mató al patrón de un balazo.

La revolución trajo grandes cambios y transformaciones, una de ellas fue que se acabo la casa de los Márquez; con la muerte del patrón vino también la anarquía y la mala administración y los excesos de los herederos dieron al traste con la otrora poderosa hacienda. Los hermanos varones de mi abuelita cuando ya habían agotado el capital y el ganado, distribuyeron a su antojo la herencia, dejándoles a las dos únicas mujeres lo menos posible. Así a la tía Cuca y a la tía Rebeca, les tocaron sendos ranchos y casas en Santa María, y algunas reses. El rancho de la abuela se llamaba “La Manga” y contaba que ya después cuando los repartos de tierra, los agraristas le echaban vueltas y más vueltas, y medidas y más medidas, pero jamás les dio el tamaño suficiente como para afectarlo. Gracias a eso se salvo su escasa hacienda.

El abuelo Guadalupe, además de ser comerciante, ganadero y agricultor durante un tiempo fue minero, dicen los sobrinos que aun le sobreviven, que en algún momento formaron una sociedad minera que exploto sin mucho éxito una mina de oro y plata ubicada al poniente de Santa María, y que el mineral lo vendían a la compañía de Bolaños.

Las historias de muertos y aparecidos han sido siempre de mi predilección, de pequeña mi abuela Rebeca me deleitaba contándome un sin fin de historias, pero sobre todo me encantaba escucharla contar de cómo mi tía Chilo había llegado a llamarse así.

Ella decía que estaba recién casada y esperando a su primer hijo, cuando su marido: Guadalupe quien por mucho tiempo se veía molestado por el espíritu de una mujer, al que siempre rehuía, y que por instancias de un amigo, se había animado finalmente a encarar. Se había dado valor tomándose unos tragos de licor y en el momento preciso había increpado a la mujer para que le dijera porque lo buscaba con tanto ahínco. Total que ella le dijo que lo quería era que don Fortunato Barrientos, un reconocido personaje de la comunidad, le mandara decir las misas que ella le había encargado y para las cuales le había dejado expresamente dinero. Mi bisabuelo fue directamente con don Fortunato y le platico lo que le había acontecido, a lo cual el susodicho le respondió que era verdad y supongo que cumplió su compromiso. Sin embargo, a resultas de la entrevista, mi bisabuelo perdió la razón y todos los días cuando el sol despuntaba salía al campo sin dirección y no regresaba sino bien entrada la noche con la ropa deshecha y cubierto de raspones, cortadas y magulladuras. Mi abuelita lo llevo al medico y lo atendió sin remedio por un buen tiempo, hasta que finalmente se lo encargo a María Auxiliadora, quien le hizo el milagro de curárselo. Para ese tiempo su primera hija ya había nacido, y en señal de agradecimiento le pusieron su nombre.

Otra de sus historias decía que cuando vino la Guerra Cristera, don Guadalupe, su esposo, tenía una pequeña tienda de abarrotes, y una noche cuando ya estaban acostados vinieron hasta su puerta, un grupo de hombres, golpeándola con las culatas de los rifles y amenazando con tumbarla y matar a todo mundo sino la abrían. Mi abuelo, ni tardo ni perezoso, en paños menores y con todas las dificultades de su edad tuvo que saltarse la barda del patio y perderse en la oscuridad del campo. Cuando finalmente entraron los hombres, se declararon cristeros y preguntaban por un Guadalupe, al que tenían que matar por ser enemigo de la causa. Cuando vieron al rollizo Juan, único hijo y aún adolescente, intentaron atraparlo, pero el obeso joven haciendo demostración de portentosa agilidad, con veloz carrera y un solo brinco libro la barda y siguió a su padre hacia el descampado. Una vez que se fueron los hombres regreso mi abuelo a su hogar y a partir de allí guardo las debidas precauciones. Tiempo después los jefes cristeros, a los que siempre había apoyado, le mandaron una disculpa diciéndole que los hombres que habían ido aquella noche se habían equivocado. Que los habían mandado a buscar a un Guadalupe Rivera, que coincidentemente también había abierto una tiendita en el pueblo y que era declarado callista, pero que no se preocupara, que a los culpables ya les habían dado su merecido.
Con cada vez mas frecuencia evoco los días felices de mi niñez y con una oración agradezco los bellos momentos que nos prodigo nuestra abuelita. Dios gracias por la oportunidad de convivir y disfrutar de ese ángel que fue mi abuelita.

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