El sabor de los recuerdos
Hay ciertos olores indeleblemente grabados en mi memoria y que se asocian indefectiblemente a los momentos felices de mi niñez o adolescencia, sin apenas darme cuenta, en innumerables noches como la de hoy, cuando mi estomago comienza a pedir alimento, se despierta también la añoranza, por la cena de la abuelita Licha.
Nunca supe si la abuela era una gran cocinera o no, pero todo lo que preparaba sabia delicioso. Su cocina era en extremo estrecha, un chirrión angosto con el refrigerador y la estufa por un lado y en el otro apenas una pequeña mesa de pesada losa de granito y a un costado el fregadero. Empotrado en el muro de la pared una inmensa alacena que celosamente escondía los más ricos tesoros del mundo y un enjambre infinito de enseres de cocina y estrafalarios utensilios, todos ellos cuidadosamente custodiados bajo doble llave. Gustábamos de visitar a la abuela, de juguetear en el patio, deshojar la camelina de olorosas florecillas moradas, sentarnos en el reducido quicio de la puerta y mirar pasar la gente. O simplemente deslizarnos sigilosamente hasta la pieza donde se ubicaba la biblioteca de la casa, un solo librero rebozante de gruesos volúmenes acaparaba nuestra atención, encendía nuestros cerebros y hacia brillar nuestra codicia. Allí conocí los clásicos de la literatura universal y me olvide de las revistas de Lagrimas y Risas, Por Favor, Fuego e incluso de Marcial La Fuente Estefanía. Desde luego siempre de forma callada, subrepticia, no se porque pero hasta en eso los libros leídos a escondidas siempre fueron los mejores, los mas incendiarios, los mas apasionados. Allí descubrí mi gusto por la literatura pecaminosa: Cumbres Borrascosas, La Taberna, Nana y las historias románticas de Napoleón Bonaparte me llevaron en ese derrotero y me apartaron del confesionario o por lo menos me hicieron hipócrita en materia de fe.
Pero apenas caía la noche, y nada se comparaba con el terrible y pernicioso olor que se colaba desde la cocina, a todas las habitaciones de la casa y de allí hasta la calle. Un buen plato de frijoles chinitos, aderezados con delgadas tajadas de queso rojo y un celestial chile de tomatillo esperaban a cada uno de los nietos. Un vaso de leche bronca recién hervida, con todo y la dulce natita se alineaba junto al plato, y en una primorosa servilleta bordada se apilaban las ricas tortillas de maíz torteadas a mano. Por si fuera poco, de una cacerola milagro, se hacían presentes los crujientes y doraditos panes de Santa María, rellenos de derretida mantequilla y espolvoreados con blanca azúcar. Parece poco pero era todo un sueño, un agradable festín a nuestros estómagos infantiles. Uno podía llegar a casa de la abuelita a cualquier hora del día o en las primeras horas de la noche y encontrarla científicamente concentrada en la elaboración de algún guiso, pastel, gelatina que haría la delicia de sus afortunados comensales. Una pequeña balanza era amiga inseparable de sus trabajos en la cocina e infinita fuente de curiosidad de cada uno de sus nietos, que cada uno a su vez y a su debido tiempo, preguntaba desconcertado que era aquello y para que servía. En la casa de los abuelos tenían dos áticos, tapancos o buhardillas. Uno en el corral, sin escalera de acceso y donde se guardaban las petaquillas de remotos años y viajes, donde mi curiosidad me llevó a encontrar algunas de las obras de Jardiel Poncela, censuradas probablemente por frívolas. Al otro tapanco, ubicado en el patio, se llegaba por una escalera muy parada de metal y conducía a la despensa de conservas y las pesadas vasijas de cajeta de membrillo, que año con año se preparaban en el corral de la casa, en el siempre reluciente cazo de cobre. En ese mismo desván se guardaba también perfectamente cerradas y catalogadas las botellas de miel de abeja y maguey. En casa de los abuelos nunca podría faltar un buen postre y estoy seguro que mi natural glotonería se gesto a medias entre los muros de la casa de los abuelos y nuestra propia casa: las frutas cubiertas, los dulces de leche, la cajeta de camote y celaya, la capirotada y el dulce de fideo con almendras en la cuaresma, los dulces de guayaba y coco venidos de lejanos trópicos, los finos chocolates llegados de la ciudad de México, el chocolate casero, los mazapanes y turrones, eran todos ellos parte de su repertorio culinario que nos atraía como moscas a su casa. Sin contar los exóticos y deliciosos platillos que era capaz de preparar: platillos locales, nacionales e internacionales. Jamás antes de hoy me detuve a pensar como se gesto esa increíble formación gastronómica de la abuela, quizás su vida un tanto monástica después de perder a su marido siendo aun muy joven, le llevaron a encontrar otro tipo de satisfacciones en la vida: la comida, la moda y su familia.
Nunca supe si la abuela era una gran cocinera o no, pero todo lo que preparaba sabia delicioso. Su cocina era en extremo estrecha, un chirrión angosto con el refrigerador y la estufa por un lado y en el otro apenas una pequeña mesa de pesada losa de granito y a un costado el fregadero. Empotrado en el muro de la pared una inmensa alacena que celosamente escondía los más ricos tesoros del mundo y un enjambre infinito de enseres de cocina y estrafalarios utensilios, todos ellos cuidadosamente custodiados bajo doble llave. Gustábamos de visitar a la abuela, de juguetear en el patio, deshojar la camelina de olorosas florecillas moradas, sentarnos en el reducido quicio de la puerta y mirar pasar la gente. O simplemente deslizarnos sigilosamente hasta la pieza donde se ubicaba la biblioteca de la casa, un solo librero rebozante de gruesos volúmenes acaparaba nuestra atención, encendía nuestros cerebros y hacia brillar nuestra codicia. Allí conocí los clásicos de la literatura universal y me olvide de las revistas de Lagrimas y Risas, Por Favor, Fuego e incluso de Marcial La Fuente Estefanía. Desde luego siempre de forma callada, subrepticia, no se porque pero hasta en eso los libros leídos a escondidas siempre fueron los mejores, los mas incendiarios, los mas apasionados. Allí descubrí mi gusto por la literatura pecaminosa: Cumbres Borrascosas, La Taberna, Nana y las historias románticas de Napoleón Bonaparte me llevaron en ese derrotero y me apartaron del confesionario o por lo menos me hicieron hipócrita en materia de fe.
Pero apenas caía la noche, y nada se comparaba con el terrible y pernicioso olor que se colaba desde la cocina, a todas las habitaciones de la casa y de allí hasta la calle. Un buen plato de frijoles chinitos, aderezados con delgadas tajadas de queso rojo y un celestial chile de tomatillo esperaban a cada uno de los nietos. Un vaso de leche bronca recién hervida, con todo y la dulce natita se alineaba junto al plato, y en una primorosa servilleta bordada se apilaban las ricas tortillas de maíz torteadas a mano. Por si fuera poco, de una cacerola milagro, se hacían presentes los crujientes y doraditos panes de Santa María, rellenos de derretida mantequilla y espolvoreados con blanca azúcar. Parece poco pero era todo un sueño, un agradable festín a nuestros estómagos infantiles. Uno podía llegar a casa de la abuelita a cualquier hora del día o en las primeras horas de la noche y encontrarla científicamente concentrada en la elaboración de algún guiso, pastel, gelatina que haría la delicia de sus afortunados comensales. Una pequeña balanza era amiga inseparable de sus trabajos en la cocina e infinita fuente de curiosidad de cada uno de sus nietos, que cada uno a su vez y a su debido tiempo, preguntaba desconcertado que era aquello y para que servía. En la casa de los abuelos tenían dos áticos, tapancos o buhardillas. Uno en el corral, sin escalera de acceso y donde se guardaban las petaquillas de remotos años y viajes, donde mi curiosidad me llevó a encontrar algunas de las obras de Jardiel Poncela, censuradas probablemente por frívolas. Al otro tapanco, ubicado en el patio, se llegaba por una escalera muy parada de metal y conducía a la despensa de conservas y las pesadas vasijas de cajeta de membrillo, que año con año se preparaban en el corral de la casa, en el siempre reluciente cazo de cobre. En ese mismo desván se guardaba también perfectamente cerradas y catalogadas las botellas de miel de abeja y maguey. En casa de los abuelos nunca podría faltar un buen postre y estoy seguro que mi natural glotonería se gesto a medias entre los muros de la casa de los abuelos y nuestra propia casa: las frutas cubiertas, los dulces de leche, la cajeta de camote y celaya, la capirotada y el dulce de fideo con almendras en la cuaresma, los dulces de guayaba y coco venidos de lejanos trópicos, los finos chocolates llegados de la ciudad de México, el chocolate casero, los mazapanes y turrones, eran todos ellos parte de su repertorio culinario que nos atraía como moscas a su casa. Sin contar los exóticos y deliciosos platillos que era capaz de preparar: platillos locales, nacionales e internacionales. Jamás antes de hoy me detuve a pensar como se gesto esa increíble formación gastronómica de la abuela, quizás su vida un tanto monástica después de perder a su marido siendo aun muy joven, le llevaron a encontrar otro tipo de satisfacciones en la vida: la comida, la moda y su familia.
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