Wednesday, March 10, 2010

Esteticas y belleza

En el pasado los jóvenes para ser galanes no requeríamos de grandes aliños: pelo y uñas, limpias y cortas; ropa limpia y un baño cada tercer día. Las exigencias de la vida moderna, les requieren a los jóvenes mucho más que eso. Corte de pelo a la moda, ropa de marca, manicure y pedicure, loción, cremas para la cara e incluso maquillaje y un buen auto. Y en realidad ahora tanto hombres como mujeres son hermosos, mientras nosotros nos contentábamos con ser feos, fuertes y formales.


Pero sin duda una de las grandes aventuras de mi vida en el terreno de la belleza y las estéticas, ha sido la de los cortes de pelo, cuando indefenso se somete uno al autoritario mandato del peluquero y sentado en la silla y cual sujeto por grilletes, observa caer uno a uno los hermosos rizos de su cabeza, mientras una idea le ronda obsesiva por la cabeza:


-No habré cometido un error al venir aquí.


Estos pensamientos me acompañan cada vez que entro a una peluquería a cortar mi cada vez más gris y escaso pelo y con tristeza recuerdo muchos de aquellos momentos que indelebles se quedaron grabados en mi memoria y que están relacionados con los cortes de pelo y las peluquerías.


Al nacimiento mi pelo era en extremo ralo y cortito, así que hubo necesidad de meterle maquina, para ver si engrosaba y tupía. Algo se compuso el asunto con esta maniobra de tal suerte que en mi fiesta de cumpleaños numero tres (y de la única que tengo noción, gracias a un par de fotografías que así lo atestiguan) ya exhibía el corte de pelo típico de aquella época, estilo militar, rapado por todas partes y al frente un copetito. Un otro mi hermano y yo fuimos los mayores de la familia, y con nosotros mi padre estreno su disciplina castrense, en donde el:


-Si señor,

y

-Lo que usted mande


Encabezaban cualquiera de nuestras conversaciones con él, y desde luego la obediencia, llegar a tiempo a casa y el pelo siempre muy cortito, eran las reglas de oro, de una convivencia sana y pacifica.


La primer peluquería en la que me recuerdo fue la de un tal don Martín, llamada "El Suplicio" y que se ubicaba sobre la calle Zaragoza, a unos pasos del famoso Bar "El Tenampa". Don Martín le hacia honor al nombre de su peluquería y en verdad que nos aterrorizaba. Lo sentaban a uno en un banquito encima de la silla de peluquero. Sacaba su maquinita y se daba gusto sacándonos punta. Para el final dejaba solo el copete. Parsimoniosamente acercaba sus tijeras a los tres pelos parados y les daba de tijeretazos. Pasarse la mano por la cabeza a contrapelo, era una de las pocas sensaciones placenteras de aquella experiencia. Por aquellos años, todo mundo pensaba que mi cabello natural eran unas púas paradas e irreverentes, pero el tiempo contradijo tan infundada observación. A medida que crecimos, ya ni mi padre, ni mi madre nos acompañaban a cortarnos el pelo. Solamente nos decían:


-Ya traes el pelo largo, ve a cortártelo. Era la sentencia de muerte, sacaba un billete o unas monedas y nos las daba. Cuidadito que se pasara uno muchos días sin obedecer la orden, por que entonces si que ardía Troya.


En aquel tiempo, uno no podía traer el pelo tan largo como se le antojase, pero si podía decidir con que peluquero acudir, para que le realizara el consabido corte. La lista no era muy larga, pero había opciones. Don Felipe Sillas, en su casa por la Hidalgo, era interesante esa peluquería, porque no faltaban los viejitos que contaban las historias de la cristeada, o de política, los cortes ni fu, ni fa. Don Cristóbal, estaba casi en el centro en un socavón oscuro y lo atendía a uno, expedito. Daniel Ponce, eran cortes un poco menos radicales, le quedaba a uno un poco mas de pelo y las orejas no lucían tan espectaculares, lo que ya era ganancia.


Por allí por mis diez u once años ocurrió que los salones de belleza, aquellos atendidos por féminas comenzaron a abrir puertas hacia la calle, admitiendo también clientela masculina, aun cuando mayoritariamente su publico eran mujeres, uno que otro hombre o niños requerían de sus servicios. Con ellas los cortes de pelo comenzaron a cambiar, ya le dejaban a uno llevar el pelo más largo y a la moda, a regañadientes de los papas, que sentían que el nuevo servicio era un robo:


-¿Cómo que ya te cortaste el pelo?- Si lo traes igual de largo, diantre de muchacho canijo.


En esta nueva etapa una prima segunda de mi mamá puso su propio salón de belleza y mi mamá me envío con ella a cortarme el pelo. Fue una experiencia agradable, al salir me sentía soñado con mi nuevo corte de pelo y aun más porque no me había cobrado. Así que se convirtió en mi peluquera favorita, pero conforme fueron pasando los cortes, la suavidad del trato y la excelencia del corte, fueron decreciendo. Cada vez me dejaba más mordisqueadas y casi a puros tirones me cortaba el pelo, con la disculpa constante:


-¿No te dolió, verdad? es que estas tijeras ya no cortan.


Con todo y la gran solidaridad familiar que siempre me caracterizo tuve que buscar nuevos derroteros, pero ya para entonces había una increíble y franca expansión del rubro de los salones de belleza. Y se convirtió casi en un deporte local, experimentar las mejores manos para los cortes. Irma la hija de don Beto Meza, por un tiempo fue nuestra peluquera estrella, hasta que contrajo nupcias. Una de las hijas de Lemuel Márquez, fue otra, Yolanda Ponce, también alcanzó en algún momento el sitial de gloria.


Por aquel entonces, mi madre nos llevaba cada vacación de verano a visitar a los abuelos a la capital, y en una de esas ocasiones aprovechamos para cortarnos el pelo, en una estética a todo lujo, donde te atendían con el refresquito, el café y el lavado riguroso de cabello con champú y secado con las modernas pistolas de aire. A todos nos hicieron un corte moderno y atractivo, pero mi tercer hermano fue el que se llevo las palmas, a su pelo largo y rubio, le dieron solamente forma y lo levantaron a punta de pistola, dándole la apariencia de un globo áureo y evanescente que se balanceaba como la llama de una vela, mecida por el aire. Fue la primera vez que tuve envidia, envidia de un cabello hermoso.


Mi pelo que siempre lo había llevado muy corto y que en esas condiciones se convertía en literales agujas, una vez que lo deje crecer un poco mas se transformo sino en algo bello, por lo menos algo muy decente, rizado en las sienes y en veces hasta un poco chinito, pero comencé a sufrir de excesiva resequedad. Se ponía tieso y se llenaba de ursuela. Alguien me recomendó el jitomate, que comencé a aplicarme en dosis generosas, mas tarde me dijeron de la mayonesa y por las tardes me daba mis baños de mayonesa. A saber si se compuso o no, pero indudablemente que agarro un brillo y un rizado que para que les cuento, y fue mas dócil que nunca. Con mayonesa tenia remedio.


Cuando mi hermano mayor entro a la prepa, se volvió rockero y revolucionario y pretendió dejarse el cabello al estilo de Lennon, pero semejante insubordinación fue mas de lo que padre podía soportar, así que le dio el ultimo de los ultimátum y ante el aferramiento de mi carnal, puso manos a la obra en una de las mas grandes atrocidades familiares de todo el siglo veinte, le trasquilo el fleco, mientras mi hermano derramaba lagrimas de amargura e impotencia y a nosotros, sus hermanos nos devoraba la indignación, bueno a mi, a los otros canijos les daba risa. Mi hermano tuvo que bajarle a sus pretensiones revolucionarias, pero desde entonces nos acostumbramos a odiar el autoritarismo. Cuando a mi vez entre a la prepa se puso de moda el corte de pelo aquel largo del frente y con unos chinitos sobre los ojos, precisamente así me lo corte yo, y me quedo sublime, mi bonos se fueron casi hasta la estratosfera y me hice mi primera y segunda novia, de forma meteórica.


Cuando termine la prepa y me fui a la universidad, el smog, la alimentación, el estrés y principalmente el agua de la ciudad nada mas no le cayeron a mi cabello. Se empezaron a marcar las entradas en mis sienes y aun cuando me veía más interesante, me alarmo hasta el punto de querer regresarme a mi casita. Los casi cuatro años que duro mi destierro, fue un perpetuo vía crucis. Un buen día estando viviendo en la Roma, la desesperación fue insoportable y a las siete de la noche decidí salir a buscar un peluquero, que me desembarazara del greñero, para poder descansar de la tensión. Sobre la calle California encontré en un tugurio de mala muerte, dos peluqueros y un cliente, en amigable charla a la luz de una lámpara amarillenta y moribunda.

El peluquero que se veía más afable y diestro, obviamente le cortaba el pelo al señor. Así que no me quedo de otra que aceptar los servicios del tipo patibulario, mas figuraba matancero que peluquero. La bata que alguna vez debió de haber sido blanca, era ahora parda con chispazos de mole y aguacate. Hice de tripas corazón y me acomodé en la silla, cual si me fueran a ejecutar. Me pusieron la cubierta de plástico y con unas tijeras descomunales y sin filo comenzó a machacarme el pelo, cada vez que cerraba las hojas de sus tijeras sobre mi pelo, era un jalon y un rechinido. A mitad del infausto corte, estuve a punto de brincar y escabullirme hasta mi casa, pero al mirarme al espejo, me di cuenta que ya no tenia remedio, así que hice de tripas corazón y me resigne a soportar hasta el final, indignado me negué a pagar, pero el brillo de las tijeras bajo la luz mortecina, me convencieron de lo contrario. Regrese al depa aun más desolado de lo que había salido y al día siguiente me rape a coco por segunda vez en mi vida. En esa época regresar a Colotlán, era reencontrarme con el edén, casi de inmediato que llegaba, me daba un baño, y mi cabello parecía revivir y renovar brios. Lo que duraron mis estudios lleve el pelo siempre muy corto, pegado al coco y así fue que aprendí a distinguir entre el agua de Colotlán y la otra.


Ni modo, la superación cuesta y le pega a uno donde mas le duele, en el coco, es decir en la vanidad.

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